domingo, 23 de septiembre de 2012

La palabra es un arma


En  “El pequeño discurso del grito”, Mairym Cruz Bernal, poeta puertoriqueña  dice:

 “La palabra es un arma, sirve para anunciar y denunciar, develar lo oculto, entrar por los recovecos de nuestra cárcel y hacernos libres. Porque cuando se nombran las cosas, las cosas comienzan a despertar”.

Y entonces nombra las cosas: dice mujeres violadas por su elección sexual, dice mujeres  asesinadas y desplazadas por la guerra, dice mujeres abandonadas…nombra la masacre de Nankin una de las mayores masacres acometidas, donde la gran mayoría de victimas fueron mujeres. Pero… Nanking donde queda? ¿Que pasó allí?, busco y encuentro unas fotos de mujeres que me trasladan inmediatamente al horror del parque Nacional y estoy en Bogotá y estoy en Colombia, donde una mujer esta presa por escribir versos, somos tan dados a mirar lo que pasa afuera…
Uno empieza a darse cuenta que las cosas nombradas se repiten en  muchas partes del mundo: no hace demasiados años en España muchas mujeres permanecían presas con base en leyes franquistas: por adulterio, aborto, prostitución o lesbianismo. 
Cuando Doris Lessing ganó el premio nobel en el 2007, los académicos suecos dijeron que había sido concedido por "su capacidad para transmitir la épica de la experiencia femenina”, pero lo que ella ha expresado en su obra de manera magistral es una experiencia  universal, “porque no solo el hombre, es la medida de todas las cosas, la mujer también.  Lo que encontré personalmente con la lectura del cuaderno Dorado fue una mujer escritora que busca dilucidar las relaciones que se dan entre los seres humanos, entre ellas, las relaciones de dominación y allí nombra la mujer en una época en que el movimiento feminista no había iniciado,  habla de  mujeres fracasadas pero no vencidas, que expresan su deseo de continuar “empujando la roca a la cima de las montañas”, porque las mujeres han sido acechadas y reprimidas desde siempre. Busca dilucidar las relaciones entre hombres y mujeras porque sabe que algo no funciona, porque quiere encontrar la manera de que sean igualitarias.

Una vez una feminista radical se enojó porque regalé flores el día de la mujer a las mujeres que trabajaban conmigo. A cada una le entregué una flor  y un rollito de papel escrito, amarrado con una cinta. Estaba en el Amazonas,  la flor era una flor de la selva, la habíamos traído de un potrero donde crecían libres y habían muchas, un indígena tikuna me ayudó a cortarlas pues su tallo era muy grueso yfuerte, tenía unos colores muy vivos y hermosos. A mi me pareció una metáfora de la mujer,  de su fuerza,  de la manera como emerge a la vida cuando se decide a hacerse dueña de si misma. El texto que entregué era de ängeles Mastreta, se llama “La mujer es un misterio” y hablaba de  cuánto pesa a las mujeres buscarse un destino distinto al que se previó para nosotras, de la fuerza de la mujer y de sus logros y de su búsqueda de identidad.  Somos diferentes de los hombres y eso es maravilloso. Y también hay que regalarle flores a los hombres,  porque ellos también son bellos  aunque les falte intuición, aunque los encontremos sorprendidos con el gesto y no entiendan nada.

Nombro tres mujeres empujando la piedra cuesta arriba, sólo tres ejemplos entre muchas,  entonces empiezo a nombrarme yo misma, busco una mujer y ayudo a empujar su roca, ahora veo muchas mujeres,  la roca ya está en la cima. Las veo cansadas y felices,  al lado de los hombres. Juntos engendran “una nueva generación de amadores y soñadores”, están construyendo el mundo de las mariposas y los colibrís, denunciando y anunciando para protegerse de la muerte y anunciar la nueva vida. Me nombro, soy una más empujando la roca, escribo palabras   para anunciar la nueva vida: mujer, fuerza, flores, mariposas, colibrís iridiscentes…libertad.

Y las cosas comienzan a despertar…


Pequeño discurso del grito




Tomado del blog de Confabulados



Aprendí el miedo como modo de refugio. Cerrar la boca, morderme los labios, hacer silencio, otro lugar de escondite. Hubo un tiempo, una temporada de infiernos, donde sentía entrar la llave dentro de la cerradura de la puerta y mi estómago se descomponía. Tuve miedo del hombre con quien dormía. Abría sus ojos, enormes. Comencé a perder amor por mí misma. Serví de esclava durante los fines de semana con la manada de sus hijos en nuestra casa del campo. Los domingos, al regresar al apartamento de San Juan, miraba a la mujer en el espejo que envejecía vertiginosamente. Una fuerte depresión casi me lleva a la muerte. Me embaracé de una hembra, suficiente para acrecentar mi desquicio. Me sometí a psicoanálisis. Trabajé para pagar mis terapias. 4 veces a la semana, $125. Dólares por sesión. Un día mi psicoanalista me dijo, ¿Mairym, y que te hace Víctor cuando te abre los ojos? En ese instante surgió el insight, 18 meses de análisis para entender que cuando Víctor me abría los ojos, solo podía: abrirme los ojos. Ese día, ese hombre cayó del pedestal donde las mujeres ponemos a los hombres, y aquel dios fue un hombre más, ya no tenía poder sobre mí. Un tiempo después pude desertar haciendo estrategias laberínticas y sobreviviendo a una batalla de dos años para recobrar mi libertad.
Terminé con líquido acumulado en mi ojo derecho, que me causaba ver distorsionado, como si estuviera debajo del agua. Condición, según mi oftalmólogo, muy inusual, sólo vista en los soldados que regresaron de Vietnam, causado por un estado extremo de pánico. No había cura para eso, solo si lograba temporadas de relajación, desaparecería.
La palabra es un arma, sirve para anunciar y denunciar, develar lo oculto, entrar por los recovecos de nuestra cárcel y hacernos libres. Porque cuando se nombran las cosas, las cosas comienzan a despertar.
Pero, ¿dónde comienza entonces la infección a la libertad, en las palabras o en los actos? ¿Dónde se enferma esa libertad que nos fue dada, en el lenguaje o en las cosas? ¿Y no están hechas las palabras y las cosas de libertad? No pretendo aquí ninguna explicación. Meditemos juntos cualquier exégesis posible. (JCSL)
Entonces tengo que recurrir a la poesía, espada de dos filos, que corta  con un hacha filosa las cadenas de mi inconsciente. Que desata mi lengua mordida, mis dedos hecho nudos, poesía que corta mis manos y grita más allá de mi voz.
La mujer ha estado reprimida y asechada desde el siempre. Más recientemente investigo la “violencia correctiva” o en inglés “corrective rape”. Un documental de CNN muestra entrevistas con mujeres del Sur de África que han sido víctimas de corrective rape, violación por odio a la mujer lesbiana para que corrija su “desviación”. He puesto el video mientras escribo para que esas voces de mujeres violadas por su elección sexual puedan de alguna manera impregnar estas páginas.
No olvidar las mujeres a las que se les practica la ablación. 
No olvidar la masacre de Nanking. Una de las masacres acometidas contra el mayor número de mujeres: el 13 de diciembre de 1938 por el ejército japonés.
Y otras y tantas otras.
Y nuestra pequeña historia personal que mira al macro mundo. Nuestra historia de abandonos.
1966 Brentwood, Long Island.
En el cuarto azul, el cuarto de los nenes, con sus colchas de costuras gruesas y azules, mi madre me enseñó a hacer los lazos de los zapatos. Ella, sentada en una de las camas de mis dos hermanos en el segundo piso de la casa, yo, miraba cómo su mano diestra hacia los lazos. Otra vez, le pedía,otra vez, para poder grabar sus movimientos e independizarme en las mañanas. Pero algo más estaría a punto de quemarme las manos para siempre. Sus lágrimas caían y mojaban mis pequeñas manos de tres años estrenándolas para siempre a esa callada agonía.
Durante algunas noches que él no llegaba, me inventaba toser incontrolablemente. Tosía duro hasta que ella me cogía entre sus brazos y me mecía en su sillón, pegada a su regazo, me cantaba. Yo tosía porque él no llegaba. Parecería que nunca iba a llegar. Que nunca iba a regresar y luego esa sensación de vacío y desesperación, esa sensación de ahogo en la boca de mi estómago.
Se aprende el abandono, como casi todo lo que se aprende.
Lo peor, nos acostumbramos a él. Lo peor, no sabemos cómo vivir sin abandonos, y continuamos nuestro ciclo. Tenía tres años cuando la ausencia de mi padre me provocaba toser. Llevo años donde la mínima amenaza de abandono me provoca estados alterados de pánico generalizado.
Nacemos a un mundo enfermo.
Las palabras también están enfermas. Todas mienten. Intentan traducirnos.
Domesticar la soledad.
Amar.
Pero nuestro amor también está enfermo.
Y así nos con-formamos a relaciones que nos hacen doler e incluso algunas que nos llevan al borde de la muerte.
Aprender el silencio antes del grito. El silencio que observa y que escucha. Primera lección para la batalla. Luego el grito.
*Poeta puertorriqueña
DIRECTOR: GONZALO MÁRQUEZ CRISTO. EDITORES: AMPARO OSORIO, IVÁN BELTRÁN CASTILLO. COMITÉ EDITORIAL: Fabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo Fajardo, Mauricio Contreras. CONFABULADORES: Óscar Collazos, Jotamario Arbeláez, Maldoror, Fabio Martínez, José Chalarca, Rafael Ortega Lleras, Marcos Fabián Herrera, Chócolo, Olga Sanmartín, Freddy González, Gustavo Tatis Guerra, Sergio Trujillo Béjar, Argemiro Menco Mendoza, Guillermo Bustamante Zamudio, Hernando Guerra Tovar, Gabriel Arturo Castro, Profesor Martínez Guerrero. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Hermes Vargas (Venezuela); Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Nájar, Eduardo García Aguilar (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando Rodríguez Ballesteros (Costa Rica).

Kafka, en la Muralla China


Yo, Kafka, en la Muralla China

Texto y collages fotográficos: Wilfredo Carrizales
Aprovechando la fecha de mi trigésimo tercer cumpleaños y de mi indecisión de casarme con Felicia Bauer salí de Praga al comienzo del invierno, de manera furtiva, rumbo a Moscú, y de allí a Mongolia, para acceder a la Gran Muralla de China. Desde hacía tiempo esa famosa construcción antigua me había atraído de inmediato en cuanto la descubrí en viejos relatos de viajeros alemanes. Algunas noches soñaba con ella y me veía recorriéndola, solo y al ocaso, mientras bandadas de cuervos cruzaban graznando por el cielo róseo. Se me había metido en la mente que debía visitarla con vistas a escribir una relación o algo que se aproximara a una prosa reflexiva.

Después de un largo viaje de más de un mes arribé a Peking una madrugada fría y gris. Busqué alojamiento de inmediato en el Hotel Peking, sito en el centro de la capital, y el cual había sufrido la embestida de los Boxers en 1900. Ya sabía que la dinastía manchú Ching había sido derribada cinco años atrás. Reposé unas horas y me levanté febril, con el acuciante deseo de trasladarme a la muralla esa misma mañana. Conseguí alquilar un aporreado Ford Model T con chófer incluido y emprendimos sin dilación la ruta en dirección a la Gran Muralla, hacia el sitio llamado Badaling, distante de Peking unos noventa kilómetros.

Durante unas tres horas el vehículo avanzó con suma dificultad por un camino de tierra lleno de baches. Un persistente polvo nos acompañó durante todo el trayecto y se me introducía por la nariz haciéndome estornudar con estrépito. El chófer se me quedaba mirando como queriéndome decir “¡Aguanta! ¡No hay remedio!”. Saqué mi más alto sentido del estoicismo y logré llegar a la muralla, no completamente indemne, mas sí con dignidad e indeclinable deseo de proseguir.

La primera vista de la Gran Muralla fue decepcionante: extensos segmentos se presentaban derrumbados y muchas atalayas habían desaparecido. Sin embargo, contemplando la “serpiente” curvilínea desde abajo y a la distancia producía en el ánimo una sensación de magnificencia y respeto.

Subimos a una de las torres de vigilancia menos deterioradas y di una ojeada hacia el noroeste y observé el viejo camino zigzagueante, al pie de las montañas, que atravesaba un doble paso encajado entre las rocas. Era uno de los pasos estratégicos de la muralla antiguamente bien custodiados y protegidos. Por uno de esos pasos había penetrado el ejército manchú y había conquistado el imperio chino. Me quedé un momento alelado, con la mente ida a remotas épocas. ¿Cuál era la razón de todo esto que se extendía frente a mí, frente a mi ignorancia o mi incertidumbre?



Me senté sobre los sucios ladrillos de la muralla y extraje mis cuadernos. Me puse a dibujar primero al chófer que estaba acuclillado muy cerca de mí y que no se movió mientras procedía a esbozar los rasgos más resaltantes de su figura. Luego mi lápiz se deslizó hacia atrás y hacia los lados y comenzó a configurar los contornos más soberbios de la muralla que nos acogía y no parecía extrañarse de la presencia de un extranjero europeo. Un viento helado se hizo sentir y rugió con angustia de lobo herido. Por mis ojos pasaron visiones de soldados tiritando de frío y hambre en noches lúgubres y solitarias de invierno. Presentí que unas fogatas fueron encendidas a cientos de kilómetros de distancia y me puse en alerta. Nada que temer: las visiones se desvanecieron pronto. El chófer suavizó su duro rostro y le indiqué que descendiéramos. Subimos al Ford y cuando retornamos a Peking las estrellas habían empezado a formar un elegante conjunto guiadas por el lucero vespertino.

Antes de acostarme puse en orden mis apuntes. A la mañana siguiente iríamos a otra sección de la muralla, ubicada un poco más lejos que la que habíamos visitado. Estaba dispuesto a levantarme al no más despuntar el nuevo día. Me dormí de inmediato y tuve un extraño sueño. Vi a numerosos hombres forzados a trabajar en la reparación de la muralla. Todos estaban desnudos de la cintura para arriba y a su alrededor se movían muchas mujeres exageradamente ataviadas y montadas sobre asnos. Las mujeres se reían sin cesar y decían frases en un lenguaje que no comprendía. Los hombres sólo murmuraban y laboraban.

Tocaron la puerta de mi habitación. Abrí: era el chófer que por señas me urgía a partir. Consulté el reloj: las seis y cuarenta de la mañana. Me lavé la cara de prisa y tomé mis cosas. Salimos rumbo a Mutianyu, el otro sector próximo de la muralla que me interesaba conocer.

Antes de llegar a Mutianyu atravesamos la puerta conocida como “Terraza de las Nubes”. Las grandes piedras que tapizaban el camino estaban descolocadas y el Ford se bamboleaba peligrosamente de un lado a otro. Dos jóvenes que venían sobre borricos se divirtieron un rato con nuestro accidentado avance. ¿Estarían ellos también presentes en mi sueño de la noche anterior? Creo que ese encuentro con ese par de mozalbetes no fue casual.



Cerca de las once alcanzamos por fin Mutianyu. En los alrededores de la muralla habían grupos de campesinos. De inmediato avistaron el vehículo y lo rodearon. Se pusieron a observarlo, curiosos, y los niños se encaramaron a los guardafangos. El chófer les gritó y todos se alejaron prudencialmente. Para huir de este circo gratuito me encaminé hacia los escalones de la derruida muralla, pero mis botas no dejaron de maravillar a aquellos rústicos. Resultó penoso trepar los empinados escalones, mas al cabo encontré la manera de ascender sin tanta fatiga. Aunque el sol brillaba con arrogancia un viento gélido soplaba por ráfagas y me hacía vacilar. Me introduje en la primera atalaya y desde su interior, a través de las breves ventanas, me puse a observar el entorno. Casi no crecían arbustos y únicamente, a duras penas, emergían unas miserables yerbas que trataban de darle una coloración diferente al agreste paisaje rocoso. Me recosté de una de las paredes internas de la atalaya y me dediqué a reflexionar y especular acerca del sentido de la construcción que se prolongaba y se extendía hasta un posible infinito. ¿Cuál era el afán del hombre con poder al ordenar la construcción de estas monumentales obras que implicaban la movilización de miles de trabajadores y funcionarios y la erogación de ingentes cantidades de dinero? ¿Realmente estas murallas protegieron eficazmente a los imperios de los ataques de pueblos nómadas e incivilizados? ¿No habría más bien en el fondo un deseo egocentrista de los emperadores de ver prolongado su poderío en ladrillos, piedras y argamasa erigidos hasta niveles descomunales y que pretendían sobrevivir al paso voraz del tiempo? También Adriano, el emperador romano, ordenó construir murallas, pero nunca ellas alcanzaron esta exorbitante dimensión y propósitos. Los zares rusos vivían en fortificaciones amuralladas, mas no se les ocurrió levantar largas y costosas murallas para proteger su imperio de los pueblos de las estepas. Tal vez fueron ellos más realistas y más apegados a una concepción ininterrumpida de la prolongación terrestre de su dominio imperial... En cambio, los emperadores chinos con su manía de mirar constantemente hacia el centro sentían la compulsión de amurallar su “ombligo universal” para defenderse de reales e hipotéticos enemigos allende las fronteras y para imponer un control estricto intramuros sobre los diversos pueblos que conformaban el imperio del “hijo del cielo”. ¿Es posible que los Estados poderosos del futuro continúen levantando paredones para salvaguardarse de la irrupción de etnias consideradas inferiores, peligrosas o execrables? ¿Se erigirán murallas contra las influencias perniciosas del exterior?

Después de esas elucubraciones bajé un trecho hasta el pie de la muralla y me puse a excavar en unos montones de tierra acumulada. No aspiraba más que a satisfacer mi curiosidad y escudriñar en las técnicas empleadas para unir los ladrillos. Extraje pedazos de los guardianes de los techados, rotas tejas con inscripciones, tabletas de piedra y puntas de flechas seguramente usadas por los soldados que pernoctaban en las torres de vigilancia. Un poco más abajo descubrí la cara de un monstruo tallada en arcilla. Mostraba su feroz catadura y cumplió su cometido: me asusté, me obligó a evitar su mirada y le dejé allí cumpliendo su añeja misión. Antes de abandonar el lugar recogí algunos fragmentos de tejas y los metí en mi bolso de viaje: serían un buen recuerdo de mi breve estadía en la muralla. No pude tomar mis lápices para dibujar. Debo reconocer que la grotesca figura del fantástico ser me había perturbado y mi corazón no lograba sosegarse. Así que descendí de prisa hasta donde me aguardaba el chófer y le indiqué que nos volviésemos a Peking. En el trayecto de regreso me persiguió la horrible faz del deforme engendro hasta el punto de hacerme doler la cabeza. ¿Acaso me había ganado la superstición o había caído bajo alguna influencia maligna? Deseché tales patrañas y dormité durante todo el tramo de vuelta.

Ya en el hotel tomé una buena ducha y cené frugalmente. El tercer día de mi estadía en Peking lo emplearía en trasladarme al sitio de Gubeikou (“Antiguo Paso del Norte”), ubicado a ciento veinte kilómetros al noreste de la capital. Emborroné unas cuantas hojas con mis impresiones y el cansancio me condujo a un sueño sin sobresaltos. El rostro del monstruo se había esfumado.

El subsiguiente amanecer me encontró con mi equipaje listo para abandonar el hotel definitivamente y para emprender la ruta escogida. El chófer me esperaba afuera y partimos entre bullicio de gente en la calle y un frío que calaba los huesos.

Salimos del área de Peking y nos enrumbamos hacia un valle entre montañas que corta un río llamado Chao. Después de un larguísimo trajinar en un abrupto camino arribamos a Gubeikou. Debido a su estratégica importancia este lugar fue escogido para levantar fortificaciones que forman parte de la Gran Muralla. Un famoso general de la dinastía Ming, quien estaba a cargo de la defensa de las fronteras, elaboró un informe para el emperador donde advertía que, a pesar de las enormes sumas de dinero invertidas en la fortificación, del tiempo empleado en ello y del poder de fuego, en caso de un teatro de guerra en la zona nada garantizaba que el imperio chino saliese victorioso... Volvieron mis consideraciones a ocupar mi mente. ¿El imperio despilfarraba todo tipo de recursos en las fortificaciones y fortalecimientos de la muralla a sabiendas de que no conducirían a una efectiva defensa? ¿Construir por construir como metáfora de la vanidad del poder aferrado a lo material? ¿Temor de no dejar huellas notables de su tránsito efímero por el mundo? En materia temporal, ¿la muralla habría de representar la contrapartida a la sustancia cósmica?



En 1793 atravesó este paso la embajada inglesa de George Macartney y tomaron notas e hicieron dibujos de la arquitectura y de las construcciones y dimensiones y también de los parapetos y plataformas. Seguramente ya tenían la idea de conquistar al “Reino del Medio”... Uno observa aquí, en este sector de la muralla, los diversos recursos suministrados para su construcción y puede imaginarse la regularidad y el rigor del trabajo y la perseverancia por llevar a cabo las obras de albañilería hasta un nivel de perfección. Y todo, ¿para qué? La respuesta parecía darla los ladrillos calcinados.

Deambulé durante extensas horas por los trazados, secciones y elevaciones de las torres de vigilancia. Mi mirada se perdía a ratos en la longitud de la “muralla de cinco mil kilómetros” y no lograba figurarme el término de la ilusión, ni al oeste ni al este. ¿Las arenas de los desiertos habrían sumido a la muralla en la inevitable derrota? ¿Las olas del mar con su poder corrosivo habrían desmenuzado los bloques que se levantaron con tantas prerrogativas y jactancias?

Por la noche decidí pernoctar en el pueblo de Gubeikou. Logré que me aceptaran en el “Templo Taoísta del Dios de la Medicina”. Uno de los monjes preparó para mí una cena vegetariana de invierno. Luego compartió conmigo una infusión caliente de hongos secos, sentados ambos sobre una cama de ladrillos caldeada por debajo con leña ardiente. Hice algunos esbozos del templo, de las deidades y del monje anfitrión, a quien obsequié algunos borradores. Cuando el sueño me puso a cabecear el monje dispuso unas colchas sobre el kang o cama de ladrillos y allí me tendí vestido, con una placidez que me llevaría al paraíso taoísta.

Los cantos de los gallos me despertaron a la salida del sol. El monje ya estaba de pie y le di las gracias con una inclinación de cabeza. Salí a buscar al chófer y le hice entender que allí nos separaríamos. Le pagué por todos sus servicios y alquilé un palanquín cuyas varas descansaban sobre dos mulas. Tres porteadores me acompañarían en la larga ruta hasta Mongolia Interior. Partimos a media mañana. El palanquín se balanceaba ora con brusquedad, ora con suavidad y me hacía recordar mis juegos infantiles en el columpio. El camino que tomamos iba bordeando la Gran Muralla durante un buen trecho. Cuando abandonamos la muralla, ésta quedó atrás, pero la continué viendo durante un lapso considerable de tiempo. Al perderla de vista irrevocablemente, me sumergí en mis pensamientos. Praga me esperaba y en su primavera pondría manos a la obra y redactaría lo que me había proporcionado la fecunda e intensa estadía en la Gran Muralla de China.