martes, 24 de mayo de 2022

Escucho Hace algunos años llegó a mi familia un gran trozo de montaña dentro de un sobre blanco. Mi madre abrió el sobre y de allí dentro salió sorpresivamente un gigantesco remolino de viento cargado de lluvia, jaulas oxidadas, plumas de gallina y piedras de hace muchos años. El sobre, ultrajado, traía también muchas voces masculinas, huellas de mi padre sobre el pasto, fieros reclamos, sospechas, cultivos y persecuciones. Durante meses, nos asomamos con cautela al sobre, sin atrevernos nunca a abrirlo enteramente. ¿Qué tan grande y ruidoso podría llegar a ser este remolino donde parecía condensarse aquel trozo de montaña? Lo primero que sacamos para empezar a mirar con curiosidad y detenimiento fue la casa. Estaba habitada por las arañas y el polvo, el frío y algunos anhelos caídos al suelo como plumas. Sin embargo, al detenerse de espaldas a ella, y mirando adelante, descubrimos cómo era posible llenar el reducido espacio que abarcan los ojos con montañas de años inmemoriales y vastos filos de piedra indescifrable. Más tarde empezamos a habitarla arrancando paredes de icopor blanco. Todo lo demás continuaba guardado en el sobre, asomado tan sólo como una postal por leer. Entonces apareció la casa azul, donde los muebles de madera fueron pintados de nuevo con esmaltes verdes y cafés. Y en esa bóveda que nos protegía y ocultaba al mismo tiempo del cielo estrellado empezó a ascender la incontenible risa de mi hermana Juana, dándole palmadas a una memoria entumecida como alimento viejo. Risa perforadora, risa rizada. Después supimos que Choachí significaba mujer de vientre bueno. Desde entonces han sucedido inmensidad de cosas, pero el sobre guarda celoso muchas sorpresas. Como fruto, ha necesitado del tiempo para regalarnos su esplendor. Y uno de sus esplendores es la noche. Alrededor de las siete, la casa es abrazada por una oscuridad densa e impenetrable. Resguardadas entre ruanas de colores, compartimos un silencio que empieza a habitarse poco a poco por un golpeteo suave, rítmico, ascendente y descendente como una media luna. Un golpeteo de palo hueco, de clave, de truco de niño. Se siente muy cerca, casi justo al lado de la ventana, pero al ir desapareciendo se esparce en la oscuridad como una menta deliciosa. Entonces, luego de un momento empieza a aparecer no sólo un golpeteo, sino tres, cuatro, diez golpeteos más. Se trenzan en el aire como jugando, dibujando puentes invisibles. Empiezan junto a la noche, a abrazar la casa azul, entrando y saliendo por la cocina, la sala, las ventanas de las habitaciones, el pequeño espacio entre la puerta roja y el piso blanco en frente de los cuales se mecen festones coloridos de calaveras en bicicleta. Entonces la niebla se une al canto como haciendo el silencio cada vez más fuerte. Y florece una memoria exquisita, suave y contagiosa, donde todos los miedos se tienden como velos ligeros. Es la presencia expandida de la piel habitando todos los ecos de la montaña, las grietas en la piedra, la íntima caricia del frailejón con su terciopelo al viento. Paloma Salgado

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